Hay una fiesta terrible en casa de Boifuz. Los invitados han tenido que enviar currículums para ser honrados con una invitación personal e intransferible. Como signo identitario de aquella pequeña nación, todos están macilentos y escuchan sin parar un himno de Joy Division. Solo llegar a la fiesta, la tía abuela de Boifuz les impregna el cuerpo con una suerte de aceite patentado por aquel niño extraño que aún no ha hecho acto de presencia. Pringados de la cabeza a los pies. Porque todos los invitados a la fiesta de Boifuz, quien, cosa de las cinco de la tarde, aún no ha aparecido, están desnudos.
A las cinco y cuarto de la tarde, aparece Boifuz en paracaidas, aterrizando suavemente en una terraza donde apenas se puede aparcar una bicicleta. Se desprende de su traje de paracaidista y se desnuda entre aplausos y vítores. Su tía procede y con una cuchara gigante lo embadurna de aquel extraño aceite sin brillo. Luego el hermano coloca veinticinco velas en su cabeza. No es difícil atar cabos. El pastel de la fiesta es el propio Boifuz.
¿Se lo comerán los invitados?
Nada más lejos de la realidad.
El mejor amigo de Boifuz es el encargado de encenderle el pelo, previamente pringado de aquel aceite de contenido secreto.Los invitados soplan sin demasiado ánimo, acaso para cumplir un expediente litúrgico, pero prefieren pasar sus últimos minutos con vida lamiéndose y copulando como los protagonistas del sueño más salvaje que se haya contado jamás. La cabeza de Boifuz, en medio minuto, es una antorcha indolora y contagiosa. La temperatura sube fácilmente a setenta grados. Entonces, y como si todos supieran anticipadamente el contenido de la segunda hoja del guión, todos observan como las cortinas de la casa de Boifuz entran en juego y toman el testigo de las llamas.
En aquellos momentos, la mayoría de ellos van a llegar al orgasmo.
Media hora más tarde, cuando los bomberos hicieron acto de presencia con su ruido salvaje, aún habían invitados que saltaban en parábola, uno por uno, desde la terraza hasta la acera, no como humanos, sino con su nueva forma adquirida, que no era otra que la de las palomitas del cine, pero gigantes, sabor al plástico de las bolsas que devoramos en el Alexandra de pequeños, todos ellos de formas y colores variados.
Salados, dulces, blancos o multicolores.
Daba igual.El caso es que...
La calle entera olía maiz.
¿Al fin y al cabo qué es un caballo sin quijada? Nada, nada.