lunes, 31 de mayo de 2010

BOYFUZ


Hay una fiesta terrible en casa de Boifuz. Los invitados han tenido que enviar currículums para ser honrados con una invitación personal e intransferible. Como signo identitario de aquella pequeña nación, todos están macilentos y escuchan sin parar un himno de Joy Division. Solo llegar a la fiesta, la tía abuela de Boifuz les impregna el cuerpo con una suerte de aceite patentado por aquel niño extraño que aún no ha hecho acto de presencia. Pringados de la cabeza a los pies. Porque todos los invitados a la fiesta de Boifuz, quien, cosa de las cinco de la tarde, aún no ha aparecido, están desnudos.
A las cinco y cuarto de la tarde, aparece Boifuz en paracaidas, aterrizando suavemente en una terraza donde apenas se puede aparcar una bicicleta. Se desprende de su traje de paracaidista y se desnuda entre aplausos y vítores. Su tía procede y con una cuchara gigante lo embadurna de aquel extraño aceite sin brillo. Luego el hermano coloca veinticinco velas en su cabeza. No es difícil atar cabos. El pastel de la fiesta es el propio Boifuz.
¿Se lo comerán los invitados?
Nada más lejos de la realidad.
El mejor amigo de Boifuz es el encargado de encenderle el pelo, previamente pringado de aquel aceite de contenido secreto.Los invitados soplan sin demasiado ánimo, acaso para cumplir un expediente litúrgico, pero prefieren pasar sus últimos minutos con vida lamiéndose y copulando como los protagonistas del sueño más salvaje que se haya contado jamás. La cabeza de Boifuz, en medio minuto, es una antorcha indolora y contagiosa. La temperatura sube fácilmente a setenta grados. Entonces, y como si todos supieran anticipadamente el contenido de la segunda hoja del guión, todos observan como las cortinas de la casa de Boifuz entran en juego y toman el testigo de las llamas.
En aquellos momentos, la mayoría de ellos van a llegar al orgasmo.
Media hora más tarde, cuando los bomberos hicieron acto de presencia con su ruido salvaje, aún habían invitados que saltaban en parábola, uno por uno, desde la terraza hasta la acera, no como humanos, sino con su nueva forma adquirida, que no era otra que la de las palomitas del cine, pero gigantes, sabor al plástico de las bolsas que devoramos en el Alexandra de pequeños, todos ellos de formas y colores variados.

Salados, dulces, blancos o multicolores.
Daba igual.El caso es que...
La calle entera olía maiz.


¿Al fin y al cabo qué es un caballo sin quijada? Nada, nada.

DOMINGO DE "RAMOS"


"Día tras día
las ranas te cantan
encima de hojas en forma de lancha".

Es la noche del fin del mundo.

Praderas de oro, gacelas de hierro. Hierbas, silicio, malas comunicaciones, cables eléctricos donde autopistan palabras. El tabique de tu nariz regia es el trono de una mosca.. Un paseo agarrado a la barandilla mientras una chica me lee un libro que nunca pedí conocer. Ella parlotea y parlotea y pienso "Dios mío, conozco a personas que andan por el desierto y temen encontrar oasis..yo soy uno de ellos".
Me regaño con muy malos modos. Pienso en faros sureños. Fantasías como apósitos en mi alma. Recuerdo aquella laxitud de oficina. El usuario con cara de sapo venenoso giraba su cara, y en cámara lenta, su papada se elevaba y desciendía abruptamente...y luego me decía con voz ultragrave y sonrisa ultracínica, como el gato de Cheshire. Hombre ¿Tú por aquí? Exactamente eso "¿Tú por aquí?" Pues no era hijo puta ese mezquino.

A lo que iba.
Delante de la blanca puerta del prostíbulo, Max Spongechv entona un aria de Puccini que llama la atención de los transeúntes, siendo como eran las doce del mediodía.. Va enfundado en un frac de color gris acompañado de una pajarita gigante.

El vehículo nupcial espera en la esquina de la calle. Su amada, de quien desconocemos su nombre, pero no su apodo (La Cortesana Sin Nombre) sale enfundada en gasas blancas prestadas de cortinas arrancadas tras el súbito sí que Max tuvo por respuesta en aquella habitación anaranjada la noche anterior, cuando se conocieron, treinta euros por delante, y se prometieron para el día siguiente. La novia baja los dos peldaños con sus zapatos de plataforma anillos en sendos anulares de sus pies mulatos. Es de suponer que acudirá al juzgado algo cansada, porque recién dejó de trabajar hace cinco minutos. Sus compañeras multirraciales miran por la ventana. Los peatones, esta vez, se inmutan y tocan sus kláxons celebrando el enlace. Max la agarra por la cintura y eleva a la ramera por los aires, momento en el que se da cuenta que la epidermis de su amada huele a ambientador de prostíbulo, a cama redonda y colchón blando, a quince perfumes y glándulas sebaceas de barbas de hombre solapados todos ellos en singular orgía de esencias imposible de identificar por separado. Y Max piensa que ha acertado, porque va a casarse con una mujer realista, como las del Novecento, o como cuando nuestros abuelos conocían la expresión "luna de miel" en los labios de Joan Crawford pero hacían caso omiso, porque en aquellos tiempos, hasta fantasear era un lujo.....

De todas las expresiones terribles y ñoñas, “luna de miel” sin duda se lleva la palma.
Dan ganas de no enamorarse.
Continuemos. Y se largan al juzgado en limusina con sirena de policía incorporada al techo. Y cuando, tras una celebración de cinco minutos con dos maniquíes por testigo, el alcalde los felicita, Max avisa al chófer, coge en brazos a su flamante esposa, y deshacen el camino recorrido. Y el marido deja a la mulata exactamente en el mismo sitio donde la alzó para convertirla en su mujer, frente a la puerta de su trabajo, color blanco y picaporte dorado y ramas verdes.
Y no volvieron a verse jamás.
De acuerdo. Aquello no tuvo sentido pero fue bello.
Vamos, que no fue otro día cualquiera.
De eso se trataba.
De eso se trata.